“Es lógico que sea popular. Todo el mundo me conoce. Todo el mundo me mira. Yo soy la leyenda que camina”.
José María López Lledín «El Caballero de París», como todos le conocían. Nació el 30 de diciembre de 1899 en la aldea de Vilaseca, provincia de Lugo, España. Llegó a La Habana el 10 de diciembre de 1913 a la edad de 12 años a bordo del vapor alemán «Chemnitz». José trabajó como encargado en una tienda de flores, como sastre en una tienda de libros y en una oficina de abogados. Estudió y refinó sus manierismos para conseguir mejor empleo y lo logró como sirviente de restaurante en los hoteles Inglaterra, Telégrafo, Sevilla, Manhattan, Royal Palm, Salon A y Saratoga. Perdió su razón y se convirtió en «El Caballero» cuando fue arrestado en 1920 y remitido a la prisión del «Castillo del Príncipe» en La Habana, por un crimen que no había cometido. Era de mediana estatura, menos de 6 pies. Tenía el pelo desaliñado, castaño oscuro, con algunas canas y lucía barba. Sus uñas eran largas y retorcidas por no haberse cortado en muchos años. Siempre se vestía de negro, con una capa también negra, incluso en el calor del verano. Siempre cargaba un cartapacio de papeles y una bolsa donde llevaba sus pertenencias.
Era un hombre gentil que podía aparecer en cualquier lugar en el momento más inesperado, aunque visitaba muchos lugares regularmente. Se paseaba por las calles y viajaba en los autobuses de toda La Habana, saludando a todo el mundo y discutiendo la filosofía de su vida, la religión, la política y los eventos del día con todo el que atravesaba su camino. Solo aceptaba dinero de las personas que él conocía, a las que a su vez daba un obsequio, que podía ser una tarjeta coloreada por el o un cabo de pluma o lápiz entizado con hilos de diferentes colores, un sacapuntas, u objeto similar. A escasas horas de su muerte, el inolvidable personaje le dijo al doctor Luis Calzadilla Fierro, quien lo atendió, con amor, durante sus últimos años en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, hoy Eduardo Bernabé Ordaz:
“Ya yo no son el caballero de París. Estos no son tiempos de aristócratas ni caballeros andantes”.
El Caballero es un símbolo de libertad, que no se atiende a ningún perjuicio, que no discrimina, que no aparta, que siente como suyo todo dolor y todo goce humano… Por eso, sus huesos descansan en una urna de la húmeda cripta de la Basílica Menor de San Francisco de Asís, donde personas amigas lo depositaron. Y, a las puertas del tiempo, se encuentra la obra escultórica de José Villa Soberón, pulidas las mejillas, las barbas y la mano gentil; y gastado el zapato por caricias cotidianas parece reiniciar el andar peregrino, a cualquier hora del día o de la noche.
El que no se haya colocado inscripción alguna en este sitio tiene una explicación. Y es que han de ser sucesivas generaciones las que cuenten la historia del Caballero de París expandiendo hasta el infinito su leyenda. Por el respeto que mostró por el prójimo, por los conceptos de la dignidad humana y de la grandeza del hombre que se intuían como trasfondo en su lenguaje alucinando, este conspicuo personaje se instaló para siempre en la memoria habanera.